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“¡Yo
soy lo suficientemente grande para hacer lo que quiero!” se
dijo.
“¡Me muero si no vuelo!” Entonces, neciamente y muy
apresuradamente, el aguilucho se asomó al borde del nido, alzó sus alas
y… ¡saltó!
Solo tomó un segundo para que el aguilucho se dé cuenta de que había hecho lo malo. Sus escuálidas alas no tenían grandes plumas ni músculos fuertes como para planear sobre las corrientes de viento ni para resistir el aire e impedir su caída. De pronto, el viento tiró sus alas para arriba, sus patas las siguieron, y empezó a caer tan rápidamente como una piedra. Estaba sentenciado. Acelerando más y más, pasaba una y otra saliente. Estaba cayendo en picada a su muerte, y lo peor de todo es que no podía hacer nada para salvarse. |